Un Luchador en Guadalcacín
Soy un niño de Guadalcacín, una pequeña localidad que forma parte de Jerez de la Frontera, en Cádiz. Con tan solo 24 meses, mi vida ha sido un camino lleno de desafíos y luchas que mis padres nunca imaginaron tener que enfrentar. Padezco una enfermedad muy rara llamada síndrome de Pettigrew, una mutación genética que me convierte en el único caso conocido en Andalucía y uno de los pocos en toda España.
Desde el momento en que llegué a este mundo, mis padres, Eduardo Joya y Rocío Salado, supieron que algo no iba bien. Mi madre recuerda con tristeza el instante en que me vio por primera vez: "Yo lo veía muy tranquilo", dice con voz temblorosa. Pero esa tranquilidad pronto se tornó en preocupación cuando no podía alimentarme. Ni el pecho ni el biberón parecían ser suficientes para mí. Mi azúcar bajó peligrosamente y, a las pocas horas de nacer, dos médicos aparecieron corriendo para llevarme a la UCI del hospital. "¿Qué me estás diciendo?", preguntó mi madre, sin poder comprender la pesadilla que comenzaba.
Los días se convirtieron en semanas llenas de incertidumbre. Mis padres se enfrentaron a un mar de especialistas, pruebas interminables y diagnósticos confusos. Cada visita al médico era un nuevo golpe al corazón; cada análisis traía consigo más preguntas que respuestas. Finalmente, un análisis genético reveló lo que tenía: un nombre raro para una realidad desgarradora. Cuando la neuróloga les dio la noticia, mi madre sintió como si el mundo se detuviera: "No hay buenas noticias", le dijo con seriedad. En ese momento, miro por la ventana del consultorio mientras intentaba asimilar lo inasumible.
El diagnóstico trajo consigo una lista aterradora de síntomas: discapacidad intelectual grave, espasticidad muscular, epilepsia y otros problemas que complican mi desarrollo diario. Mis padres me llaman su pequeño "X-Men", porque, aunque soy diferente, también soy especial. Sin embargo, detrás de esa etiqueta hay un profundo dolor y miedo por lo que podría significar mi futuro.
La lucha no termina con el diagnóstico; al contrario, comienza una batalla aún más dura. La investigación sobre mi enfermedad es escasa porque solo hay dos casos diagnosticados en todo el país. Esto significa que no hay ensayos clínicos ni tratamientos disponibles para mí. Mis padres se ven obligados a gastar entre 500 y 800 euros al mes en terapias de estimulación para ayudarme a avanzar en mi neurodesarrollo. Son trabajadores humildes de barrio; no tienen 500.000 euros para costear una terapia genética.
Cada día es una lucha constante por mejorar mis habilidades motoras y cognitivas. Mis sesiones de terapia son intensas; a veces lloro del esfuerzo o la frustración cuando no puedo hacer algo que otros niños hacen con facilidad. Pero mis padres están siempre a mi lado, animándome con palabras dulces y abrazos reconfortantes. Su amor incondicional es mi mayor fortaleza.
La atención temprana cubre solo algunas sesiones a la semana, pero mis necesidades crecen con cada día que pasa. Y cuando cumpla seis años, esa ayuda se desvanecerá por completo. Mis padres saben que tendrán que pelear con la Junta para asegurarme acceso a terapias hasta los 12, 14 o 16 años: "La sanidad para un niño normativo o con alguna patología es pública; ¿por qué nosotros que necesitamos estimulación nos la cortan a los 6 años, es escasa y debemos cargar con un costo extra simplemente por ser diferentes?", claman con desesperación.
A pesar de todo esto, mis padres no se rinden. Han abierto campañas de recaudación de fondos a través de las redes sociales para fomentar la investigación sobre el síndrome de Pettigrew y cubrir mis costosas terapias diarias. Se han convertido en verdaderos guerreros; organizan eventos comunitarios donde amigos y familiares se unen para apoyarnos en esta lucha.
Cada vez que veo a mis padres esforzarse por encontrar soluciones o hablar sobre mí con otros, siento una mezcla de orgullo y tristeza. Orgullo porque sé cuánto me aman y cuán lejos están dispuestos a llegar por mí; tristeza porque entiendo las limitaciones impuestas por esta enfermedad rara.
Soy Martín, un niño valiente en un mundo incierto. Aunque mi camino está lleno de obstáculos y lágrimas, sé que tengo a mis padres luchando por mí cada día. Juntos soñamos con un futuro donde las enfermedades raras sean comprendidas y tratadas adecuadamente; donde niños como yo tengan las mismas oportunidades que cualquier otro niño.
Mis días pueden estar marcados por dificultades físicas e intelectuales, pero también están llenos de risas compartidas con amigos y familiares que me quieren tal como soy. Cada pequeño avance es motivo de celebración; cada sonrisa es un recordatorio del amor incondicional que me rodea.
Así seguimos adelante: luchando juntos contra viento y marea, buscando visibilidad para las enfermedades raras como la mía y esperando un mañana mejor donde todos los niños tengan acceso a la atención médica necesaria sin importar su condición.